Mi abuelita:
Ella era, y es, mi abuela materna. Hace unos años ya que nos dejó, pero su presencia está tan viva como siempre. Ella era quien me llevaba al colegio, me recogía y me daba de comer. Y con quien me quedaba cuando estaba enferma. Puedes imaginarte cuánto la amo…
Su sopa de tomillo me curaba. Sabía además qué infusión prepararme si tenía un examen y estaba nerviosa o si me dolía la barriga. Lo sabía todo.
Su tortilla de patatas me chiflaba. Porque era un plan de lo más top quedarme a dormir en casa de mis abuelos, y ella sabía qué darme para cenar y que la noche fuera mágica.
Su arroz con leche me encaprichaba. Lo preparaba a perolas para mí. Creo que me zampaba toneladas.
Sus manzanas al horno me endulzaban las frías tardes de otoño. No había mejor merienda que esa. ¡Me sentía tan cuidada y amada!
Su plato de verdura cada día me nutría. Porque ella era una abuela de las sabias. Y me transmitió conocimientos que estoy segura que me ayudaron en gran parte a ser hoy la que soy.
Sus huevos escalfados me descubrían el valor de lo sencillo. Un plato que se me antojaba divertido, delicioso y absolutamente hogareño.
Luego me dejaba su cocina para que jugara y experimentara. Yo «cocinaba» cosas incomestibles, ese era mi juego favorito. Y ahí aprendí que cocinar es una preciosa forma de amar. Porque esos experimentos que yo hacía, los daba a probar a mis abuelos y ellos, puro amor, lo tomaban.
Y sí, ella murió en agosto del 2016, pero cada vez que como una sopa de tomillo, o incluso sólo la huelo o la veo, se me dibuja una sonrisa y la siento más cerca que nunca.
Dime, ¿no es asombroso cómo podemos transmitir emociones con nuestras recetas?¿no te parecen increíbles los recuerdos que nos evocan tantísimos platos de nuestros seres queridos?